octubre 29, 2025
Raúl Curiel1

Por Raúl Enrique Varela Curiel

La inteligencia artificial ya no es una promesa futurista, sino un poder real que moldea economías, elecciones, emociones y hasta guerras. Lo que antes parecía una herramienta, hoy actúa como una infraestructura invisible del poder contemporáneo. La pregunta no es si la IA cambiará el mundo, sino quién decidirá cómo lo hace.

De la innovación al dominio

Durante años se habló de la “democratización tecnológica”, pero la realidad de 2025 muestra otra cara: las corporaciones tecnológicas acumulan más datos que los Estados, y los algoritmos deciden quién obtiene un crédito, qué noticias se leen, e incluso qué rostros son “sospechosos”. El poder digital ya no se ejerce con ejércitos, sino con modelos de predicción y plataformas que moldean la conducta colectiva.

Los tres actores del nuevo orden digital

1. Las democracias, que intentan crear marcos éticos y jurídicos —como la Ley Europea de IA— pero avanzan más lento que la velocidad del cambio tecnológico.
2. Las corporaciones, que se presentan como innovadoras y libertarias, pero operan con lógicas de monopolio, extrayendo datos sin control real.
3. Los regímenes autoritarios, que han entendido que la IA es la herramienta perfecta para el control social, la vigilancia masiva y la manipulación de narrativas.

Entre estos tres polos se define el futuro: ¿la inteligencia artificial será una herramienta de emancipación o un nuevo sistema de dominación?

El riesgo de la “tecnocracia invisible”

A medida que los algoritmos sustituyen decisiones humanas, aparece un nuevo tipo de gobierno: el que nadie eligió. Los sistemas automáticos —entrenados con datos históricos y sesgos humanos— perpetúan desigualdades con una apariencia de neutralidad técnica. Lo “objetivo” se convierte en un nuevo dogma, y la ética queda reducida a un parámetro de programación.

La urgencia de una ética pública del algoritmo

La gobernanza de la IA no puede quedar en manos de ingenieros o burócratas. Requiere filósofos, juristas, psicólogos y ciudadanos conscientes. El desafío no es solo regular una tecnología, sino preservar el sentido humano de la decisión. El derecho, si quiere seguir siendo relevante, debe aprender a dialogar con el código, a exigir transparencia y a poner límites al poder de lo invisible.

Conclusión

En el siglo XX discutíamos quién debía controlar el Estado; en el XXI discutimos quién debe controlar el código. Y tal vez la gran paradoja sea que mientras buscamos enseñar ética a las máquinas, seguimos sin definir una ética para quienes las programan.