Por Raúl Enrique Varela Curiel
El asesinato del alcalde Carlos Manzo, en pleno evento público y en medio de una festividad cultural, es más que un acto de violencia política: es un espejo. Refleja el deterioro silencioso —pero profundo— de las funciones más básicas del Estado mexicano. Y nos obliga a preguntarnos con crudeza si aún podemos hablar de un Estado funcional o si, como advirtió Robert Rotberg, ya vivimos dentro de un Estado en colapso.
Rotberg sostenía que el colapso estatal comienza cuando el poder público deja de cumplir con tres obligaciones esenciales: garantizar la seguridad, impartir justicia y proveer servicios básicos. Cuando estas fallas se generalizan, el Estado pierde legitimidad, territorio y autoridad moral.
En México, esas grietas son visibles: regiones enteras bajo dominio criminal, municipios donde la justicia no llega, instituciones debilitadas, cuerpos de seguridad infiltrados o rebasados, y una ciudadanía cada vez más descreída. La violencia no es un fenómeno aislado, sino el síntoma de un Estado que ha perdido control en partes significativas de su cuerpo.
Colapso funcional parcial
No estamos ante un colapso total —el país conserva instituciones, “elecciones”, economía dinámica y una burocracia que aún sostiene el esqueleto del sistema—. Pero sí enfrentamos algo más sutil y peligroso: un colapso funcional parcial.
En amplias zonas del territorio nacional, las funciones esenciales del Estado han dejado de operar. La seguridad pública depende en muchos casos de pactos informales, la justicia se negocia, y la ley se vuelve un ideal lejano. La geografía de la autoridad se ha fragmentado.
Este escenario abre un espacio amplio para que el crimen organizado, las corrupciones locales y las redes paralelas de poder reemplacen parcialmente al Estado o lo capturen desde dentro. La consecuencia directa es una pérdida de confianza en las instituciones y un debilitamiento profundo de la democracia: cuando la seguridad y la justicia fallan, se rompe el vínculo más elemental entre el ciudadano y su gobierno.
En este contexto, la respuesta no puede reducirse a más policías ni más represión. Se requiere reconstruir el Estado desde lo local: fortalecer la institucionalidad municipal, blindar la autonomía judicial, garantizar transparencia y reducir la captura del aparato público por intereses criminales o políticos.
El colapso no siempre se presenta como un derrumbe espectacular; a veces ocurre como una lenta descomposición. La pregunta ya no es si México está en riesgo de colapso, sino cuántas partes del país ya viven bajo un Estado que dejó de cumplir sus funciones fundamentales.
Quizá ha llegado el momento de mirar de frente ese vacío y preguntarnos, con responsabilidad cívica: ¿seguimos gobernados por un Estado… o apenas por su sombra?
